En México, la muerte no marca un final, sino una visita esperada. Cada año, entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre, las calles se llenan de color, los altares se iluminan con velas y el aroma del cempasúchil anuncia el regreso de las almas. El Día de Muertos es una de las tradiciones más entrañables del país: un encuentro donde la memoria, el amor y la cultura se entrelazan en una misma ofrenda.
De acuerdo con la Secretaría de Cultura, esta tradición nació de la fusión entre los rituales prehispánicos y las creencias católicas traídas por los españoles. En ella se honra el regreso transitorio de las almas que cruzan el Mictlán, el mundo de los muertos, para convivir nuevamente con sus seres queridos.
Raíces prehispánicas y herencia católica
Antes de la llegada de los españoles, los pueblos originarios como los mexicas, mixtecas, zapotecas, tlaxcaltecas y totonacas rendían culto a la muerte como parte del ciclo natural de la vida. Los cuerpos eran envueltos en petates y se ofrecían comidas y fiestas para guiarlos en su camino al más allá.
Con la colonización, estas ceremonias se mezclaron con las festividades cristianas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, adaptándose al calendario católico y coincidiendo con el final del ciclo agrícola del maíz. Así nació la celebración que hoy conocemos, una fusión que combina lo espiritual, lo simbólico y lo familiar.
Durante estas fechas, se colocan ofrendas adornadas con flores de cempasúchil, papel picado, velas, calaveritas de azúcar, pan de muerto y los platillos preferidos de los seres recordados. Cada elemento tiene un sentido: el incienso purifica, las velas iluminan el camino y los pétalos marcan la ruta para que las almas encuentren su hogar.
Un legado que perdura
En la actualidad, el Día de Muertos se celebra en todo el país, con variaciones regionales que enriquecen su significado. Desde los altares familiares hasta los desfiles, esta festividad une a millones de personas en torno a un mismo sentimiento: recordar con alegría a quienes ya partieron.
Reconocida por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2008, esta tradición es una expresión viva de la identidad mexicana, donde la muerte no representa el final, sino una forma de mantener presente la memoria y el amor.
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